El relato de las horas finales del ex Presidente y el desconsuelo de la gente tras su muerte. El destino de sus restos.
Ese día el General se despertó una hora más tarde de lo acostumbrado. Los médicos habían recomendado reposo absoluto para evitar las alteraciones cardíacas. Cuanto más durmiera mejor, le explicaron.
Estaba con buen ánimo y decidió levantarse a desayunar junto a su esposa. Después, se instaló en su reposera y miró por la ventana. Vio a las palomas que se juntaron en el hall, esperando las migas que solía tirarles cada día.
Lo llamó a Esquer, el jefe de su custodia, y le pidió que las alimentara, “sobre todo a las más golosas”, le dijo.
Hacia dos días, desde el sábado 29 de junio, que había delegado la presidencia en Isabel, con el acta de traspaso: “A los veintinueve días del mes de junio del año mil novecientos setenta y cuatro, siendo las 11 y 50 horas, me constituí yo, Escribano General del Gobierno de la Nación en la Residencia Presidencial de Olivos, Provincia de Buenos Aires, donde se encuentran presentes el Excelentísimo señor Presidente de la Nación Teniente General JUAN DOMINGO PERÓN, acompañado de la Excelentísima señora Vicepresidente de la Nación Doña MARÍA ESTELA MARTÍNEZ DE PERÓN y Ministros del Poder Ejecutivo Nacional. EN ESTE ESTADO el Excelentísimo señor Presidente de la Nación MANIFIESTA: que para atender su salud, de acuerdo al consejo médico y para su restablecimiento, transmite en este acto, a la señora Vicepresidente de la Nación el ejercicio del Poder Ejecutivo, quien cumplida las formalidades de ley, la recibe de conformidad. Acto continuo firmaron para constancia de los Excelentísimo señores nombrados, señores Ministros presentes, Comandantes Generales de las Fuerzas Armadas, Presidente de la Honorable Cámara de Diputados de la Nación y Presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, por ante mí, de que doy fe” . El General firmó desde la cama, y es claro que no estaba toda esa gente presente. Sí el Escribano, Isabel y López Rega.
Perón e Isabel
“Ahora llega el momento de demostrar que ese aprendizaje no fue tarea inútil ni desaprovechada”, le dijo Perón a su mujer mientras la tomaba de la mano. Isabel le recordó que había despedido a sus dos anteriores esposas: “Te vas a acordar Perón de tu pálpito, cuando te despidas también de mí, que tengo mucha menos salud que vos”, le mintió Isabel.
Al día siguiente, domingo 30 de junio, mandó a llamar al capellán del Regimiento de Granaderos a Caballo, padre Héctor Ponzo. “Yo mismo le administré la confesión y la comunión; y el lunes 1°, aproximadamente a las diez y cuarto, le administré la Unción de los Enfermos, con su propio consentimiento y con muestras visibles de estar agradecido”, aseguró el cura.
Antes de eso, Perón pidió que convocaran a Gustavo Caraballo, el secretario Técnico de la Presidencia. Le ordenó que estudiara la posibilidad de que a su muerte el poder pasara directamente a manos de Balbín, en presencia de Isabel y López Rega quien protestó contra esa idea. El funcionario le señaló que existían enormes dificultades legales. Minutos después volvió a llamarlo y le dijo que abandonara el análisis de la cuestión. “Pero, de todos modos, nunca tomes una decisión sin consultar a Balbín”, le pidió a su mujer.
El último con quien conversó fue con el doctor Cossio. El médico le preguntó cómo había pasado la noche y le respondió: “Si no lo mandé a llamar fue porque esta noche no fue peor que otras”. Después, con su habitual sentido del humor, lo mandó a caminar por el jardín para que se le aliviara la lumbalgia: “Yo por lo menos ando derecho”, bromeó.
Cuando Cossio estaba por salir de la habitación, Zulema, la mujer que lo cuidaba, la misma a la que le había dicho unos meses antes que soñaba con volver a la casa de Gaspar Campos para cuidar las plantas, gritó: “Doctor, el General se descompuso”. Había sufrido un paro cardíaco. Lo reanimaron, pero al poco tiempo, la enfermera Norma Baylon lo escuchó decir: “Esto se acabó”.
Media docena de médicos del equipo del Hospital Italiano se arremolinaron a su alrededor, le hicieron un cateterismo, le inyectaron un diurético, le practicaron masajes cardíacos, respiración boca a boca, le aplicaron un desfribilador. Lo recuperaban y lo perdían. En medio de las maniobras, el General tomó del brazo a uno de los médicos y le rogó: “Déjeme en paz, m’hijo. ¿No ve que todo es inútil?”.
El legado de Perón
Cuando se conoció la noticia, el país se detuvo. Quienes lo querían, que era la mayoría, lo lloraron como si despidieran a su propio padre. Se habían quedado huérfanos. Durante horas, bajo la lluvia, esperaron para darle el último adiós. Los que lo detestaban, sintieron el vacío del enemigo perdido. Durante tres décadas se habían desvelado para encontrar la forma de hacerlo desaparecer, a él y a sus partidarios. Ahora, Perón ya no estaba pero quedaba su movimiento. En sus ochenta años de vida había cambiado la política de la República Argentina y era tiempo de que descansara en paz. Pero no fue así.
Después del velatorio en el Salón Azul del Congreso de la Nación, fue trasladado a una cripta especialmente construida en la residencia de Olivos. Cuatro meses después, y sin información previa, el gobierno decidió el trasladado del cadáver de Evita desde Puerta de Hierro para depositarlo junto al de él. Cuando en 1976 se produjo el golpe de Estado, el dictador Jorge Rafael Videla ordenó sacar los cuerpos. El de Evita lo llevaron a la bóveda de los Duarte en el cementerio de la Recoleta, y el de Perón a la cripta familiar en Chacarita.
¿Podría ahora descansar en paz? No, tampoco. En junio de 1987, tras violar su tumba, un grupo desconocido abrió su ataúd y le amputó las manos. Luego, envió un comunicado al entonces senador Vicente Saadi, vicepresidente del Partido Justicialista, pidiendo ocho millones de dólares como rescate, con un plazo de quince días para hacerlo efectivo. Pero nadie pagó, y después de más de diez años de investigación tampoco se pudo saber quien lo había profanado.
En junio de 2003, otra vez interrumpieron su descanso eterno. Esta vez para hacer un examen genético por orden de la jueza Irene Martínez Alcorta en el juicio por filiación iniciado en 1993 por Martha Susana Holgado, una mujer que desde la década del sesenta, cuando él estaba vivo, insistía con que era hija de Perón aunque nunca logró presentar documentos ni testigos. El resultado fue negativo.
Por último, el 17 de octubre de 2006 los restos del General fueron depositados en su quinta de San Vicente, en la que había pasado los años más felices con Evita, a quien también se le construyó un espacio para que descanse junto a él, pero aún permanece en la Recoleta a la espera de la autorización de su familia.
El día de su traslado, el cortejo duró más de cinco horas. Era conmovedor ver los saludos espontáneos de la gente por donde pasaba el féretro. Muchos que ni siquiera lo habían conocido, otros que lo recordaban. Pero lo que debió ser un homenaje, una vez más terminó en un enfrentamiento entre dos sindicatos que se atacaron con palos y piedras para ocupar los primeros lugares cerca del palco oficial. También hubo disparos y unos cincuenta heridos. A más de treinta años de su muerte, todavía no se comprendía aquello que había expresado cuando legó su Modelo Argentino, casi como un ruego: “Esclarezcamos nuestras discrepancias y, para hacerlo, no transportemos al diálogo social institucionalizado nuestras propias confusiones. Limpiemos por dentro nuestras ideas, primero, para construir el diálogo social después”.
Y ahí quedó, solo, en San Vicente. Muchos años antes, cuando aún estaba en el exilio, un periodista le había preguntado qué epitafio desearía para su tumba, y él le respondió: “Aquí yace un hombre que vivió y cumplió su causa”.
(Fuente: Perfil/Noticias)